EL MOSTRADOR,
viernes 14 de noviembre 2014
Es de conocimiento público que Chile como Estado ha
sido demandado ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en relación al
Consejo de Guerra que condenó, entre otros, al general Alberto Bachelet. El
Estado de Chile ha nombrado a sus agentes ante dicha Corte, y la Corte Suprema
ha designado a uno de sus ministros y a la jefa de Estudios para que concurran
como testigos en la causa abierta ante la Corte Interamericana. Seguramente
para explicar las razones por las cuales el tribunal supremo chileno no admitió
a trámite o no resolvió favorablemente los recursos de revisión presentados por
los afectados para dejar sin efecto la sentencia emitida en tal Consejo de
Guerra.
Estamos ciertos que Chile actualmente es un Estado de
derecho, el cual por definición debe defender y hacer realidad los derechos
fundamentales asegurados en la Constitución de 1980, y en las Convenciones
Internacionales suscritas por Chile. Entre estas Convenciones Internacionales
es menester recordar el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, y
la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Tales Convenciones
Internacionales obligan a todos los tribunales, sean ordinarios o especiales, a
efectuar el denominado control de convencionalidad para determinar si las leyes
que se pretenden aplicar respetan las obligaciones de orden internacional que
ha contraído el Estado de Chile al suscribir y ratificar tales tratados. Estas
obligaciones imponen a Chile y a todos sus órganos y personas la obligación de
respetar los derechos fundamentales.
Los hechos que se desencadenaron a partir del 11 de
septiembre de 1973 llevaron a que en Chile llegaran a funcionar los Consejos de
Guerra contemplados en el Código de Justicia Militar de la época, sin perjuicio
de que, a partir de dicha fecha, la Junta de Gobierno, eje central de la
dictadura, fue dictando diversos decretos leyes orientados a modificar el
ordenamiento positivo chileno, tal como ha destacado la Comisión Interamericana
de Derechos Humanos al analizar el sistema normativo creado a partir del 11 de
septiembre de 1973 y el Estado de guerra.
La Corte Suprema chilena seguramente no acogió los
recursos de revisión interpuestos en contra de las sentencias de tales Consejos
de Guerra, ya que el Código de Justicia Militar sólo contempla el recurso de
revisión para las sentencias dictadas por tribunales militares, en tiempo de
paz.
Todo lo anterior se refiere a la simple aplicación
formal de determinados cuerpos legales que se utilizaron con un rigor
completamente desproporcionado y no relacionado con los hechos, tal como ellos
habían sucedido, despojando a los acusados de todos sus derechos fundamentales,
especialmente el derecho a un debido proceso, y a que los fallos fueran
examinados por un tribunal de rango superior.
Los
hechos que se desencadenaron a partir del 11 de septiembre de 1973 llevaron a
que en Chile llegaran a funcionar los Consejos de Guerra contemplados en el
Código de Justicia Militar de la época, sin perjuicio de que, a partir de dicha
fecha, la Junta de Gobierno, eje central de la dictadura, fue dictando diversos
decretos leyes orientados a modificar el ordenamiento positivo chileno, tal
como ha destacado la Comisión Interamericana de Derechos Humanos al analizar el
sistema normativo creado a partir del 11 de septiembre de 1973 y el Estado de
guerra.
La Constitución Política de la República de 1980,
establece en su artículo 76 una normativa que conviene citar, para entender la
proposición que formulamos públicamente a fin de que se dicte por el Parlamento
una ley que anule derechamente los fallos dictados por los Consejos de Guerra.
El artículo 76 referido dice en lo pertinente, en su
inciso primero:
“La facultad de conocer de las causas civiles y
criminales, de resolverlas y de hacer ejecutar lo juzgado, pertenece
exclusivamente a los tribunales establecidos por la ley. Ni el Presidente de la
República ni el Congreso pueden, en caso alguno, ejercer funciones judiciales,
avocarse causas pendientes, revisar los fundamentos o contenidos de sus
resoluciones o hacer revivir procesos fenecidos”.
La correcta interpretación de dicha norma consiste en
que en la materia que nos preocupa cuando un tribunal, después de un proceso
legalmente tramitado, dicta una sentencia y esta queda firme y ejecutoriada,
tal fallo adquiere el carácter de cosa juzgada. Esta última es una institución
pilar del Estado de derecho, ya que garantiza que las causas falladas no van a
poder ser modificadas salvo en los casos excepcionalísimos del denominado
recurso de revisión, que en el fondo es una acción que se entabla directamente
ante la Corte Suprema para dejar sin efecto una sentencia o proceso cuando en
su desarrollo y en el pronunciamiento mismo de la sentencia han existido elementos
evidentes de fraudes, tales como si la sentencia se ha fundado en documentos
declarados falsos, si fue pronunciada en virtud de testigos condenados por
falso testimonio, si la sentencia fue ganada injustamente en virtud de cohecho,
violencia u otra maquinación fraudulenta. Así, el Código de Procedimiento Civil
regula el recurso de revisión. El actual Código Procesal Penal, tratándose de
cuestiones de dicha naturaleza, contempla el recurso de revisión para rever
extraordinariamente la sentencia firme en que se hubiere condenado a alguien
por un crimen o simple delito, para anularlas en los siguientes casos: cuando
en virtud de sentencias contradictorias, estuvieren sufriendo condenas dos o
más personas por un mismo delito que hubiere podido ser cometido más que por
una sola; cuando alguno estuviere sufriendo condena como autor, cómplice o
encubridor del homicidio de una persona cuya existencia se comprobare después
de la condena; cuando alguno estuviere sufriendo condena en virtud de una
sentencia fundada en un documento o en el testimonio de una o más personas,
siempre que dicho documento o dicho testimonio hubiere sido declarado falso en
sentencia firme en causa criminal; cuando, con posterioridad a la sentencia
condenatoria, ocurriera o se descubriere algún hecho o apareciere algún
documento desconocido durante el proceso que fuere de tal naturaleza que
bastare para establecer la inocencia del condenado; y cuando la sentencia
condenatoria hubiere sido pronunciada a consecuencia de prevaricación o cohecho
del juez que la hubiere dictado o de uno o más de los jueces que hubieren
concurrido a su dictación, cuya existencia hubiere sido declarada por sentencia
judicial firme.
Todo el sistema procesal chileno orbita en torno de un
proceso real y verdadero, cumpliendo con las garantías fundamentales del debido
proceso, entre las cuales se encuentra que el acusado siempre debe ser oído y
que la sentencia que se dicte debe estar sujeta a revisión ante un juez o
tribunal superior.
La institucionalidad de la cosa juzgada y la
prohibición de hacer revivir procesos fenecidos, como igualmente la prohibición
constitucional que tienen el Presidente de la República y el Congreso para
avocarse al conocimiento de causas pendientes, revisar los fundamentos o
contenidos de las resoluciones judiciales, están pensadas y construidas sobre
la base de procesos verdaderos. Los procesos meramente aparentes, falsos en su
desarrollo, fraudulentos en la dictación de sus resoluciones y dictados dentro
de una ausencia completa de un Estado de derecho que asegure las garantías
fundamentales, no pueden ser llamados procesos; no puede
aplicárseles la denominación de juicio o controversia jurídica de carácter
relevante y en modo alguno dan lugar a la cosa juzgada. Las llamadas
sentencias dictadas por los Consejos de Guerra sólo tienen el nombre de tales,
ya que no son verdaderamente sentencias, no han dado lugar a la cosa juzgada,
pues constituyen esencialmente actos de fuerza, de los cuales ha estado ausente
el derecho. Por esa razón se puede sostener que las mal denominadas sentencias
de los Consejos de Guerra no son tales y puede la autoridad pertinente
restablecer el pleno imperio del derecho, en lo tocante a las condenas
pronunciadas por tales órganos, dictando una ley de iniciativa parlamentaria
que deje sin efecto esas sentencias por adolecer ellas de nulidad de derecho
público.
Una ley de tal naturaleza no viola la establecido en
el artículo 76 de la Constitución Política de 1980; muy por el contrario, ella
restablecería el imperio del derecho avasallado completamente por los Consejos
de Guerra, los que no se ajustaron a ninguno de los principios fundantes de un
verdadero Estado de derecho; allí no hubo un debido proceso sino que
simplemente actuaciones reñidas con principios esenciales de un Estado
civilizado.
No es necesaria la intervención de la Corte
Interamericana de Derechos Humanos, ya que el tema puede resolverse en Chile a
través de una ley muy simple, de un solo artículo que diga lo siguiente:
“Se declara que todas las sentencias dictadas por los
Consejos de Guerra con motivo y ocasión del Golpe de Estado del 11 de
septiembre de 1973, y de los hechos que se produjeron a continuación de éste,
son nulos de nulidad de derecho público, quedando sin efecto en todas sus
partes las sentencias dictadas”.
Los actuales parlamentarios debieran proponer una
moción en el sentido que estamos planteando. Esa ley que sugerimos se ajustaría
plenamente a la normativa de la Constitución de 1980 y daría cumplimiento pleno
a las obligaciones contraídas por el Estado de Chile por las Convenciones sobre
Derechos Humanos, Políticos y Civiles, suscritos en diversas épocas.
Para dictar una ley de tal contenido, deberá tenerse
siempre presente que el artículo 76 de la Constitución de 1980 razona sobre la
base de procesos verdaderos. Si estos no han existido y, muy por el contrario,
existió un fraude al ordenamiento legal y un uso torcido de la legislación
penal, condenando a personas que verdaderamente no tuvieron defensa y que
fueron cruelmente torturadas, anular por la vía legal, y no a través de
procedimientos oblicuos, restablecería el Estado de Derecho en lo que dice
relación con todas las personas que fueron en su época injustamente avasalladas
y ofendidas, hasta el día de hoy, en su dignidad de personas.
El control de convencionalidad que se está haciendo
realidad por sentencias reiteradas de la Corte Interamericana de Derechos
Humanos, obliga a todas las autoridades, incluyendo el Parlamento, el Poder
Ejecutivo y el Poder Judicial, a ajustar sus actos y resoluciones a la
Convención Americana sobre Derechos Humanos, “Pacto de San José de Costa Rica”,
promulgado como Ley de la República el 23 de agosto de 1990 y publicado en el Diario
Oficial de 5 de enero de 1991; control de convencionalidad que obliga
igualmente a tales poderes del Estado a dar aplicación directa a las
convenciones internacionales que versen sobre la misma materia. Dar
cumplimiento a esas convenciones sobre Derechos Humanos obliga al Parlamento de
Chile a dictar la ley que estamos proponiendo.
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